Este
indescifrable pero vibrante vocablo —un lujo de sonoridad y acumulación de letras “a”— es mágico. Se le llena a uno
la boca al pronunciarlo, tanto como obliga a ahuecarla. Dicen que lo puede
todo, que es capaz de desencadenar insospechados prodigios. Llama al milagro,
al que hace acudir enseguida y sin remilgos.
Abracadabra es, sobre todo, un conjuro
cabalístico. Una especie de atajo para con él llegar a donde se desea y
conseguir lo imposible. Especie de varita mágica inmaterial. Nos recuerda que
la vida de los animales con conciencia que somos sería insoportable sin
amuletos, reliquias y toda suerte de prejuicios fantásticos. Ese es su principal
hechizo, el de atraer la ayuda de los espíritus y del mismísimo azar.
Es un ejemplo de palabra todopoderosa,
tanto que sirve al prestidigitador, y en los juegos de magia en general, como
por el supuesto poder curativo y capacidad de espantar el mal agüero. No deja
de ser curioso que de lo pasmoso y aterrador se diga que es abracadabrante.
Se trata de una palabra más poderosa de lo
que quienes la manejan llegan a soñar que serán, tal vez por eso al pronunciarla ahuecan reverencialmente la
voz, impresionados por su alcurnia y abolengo espiritual.
Abracadabra, en fin, es una encumbrada y
extraña palabra que, por lo que pudiera pasar, conviene tener siempre al
alcance de la mano; mejor aún, en la punta de la lengua. Por si las moscas.
Carmelo
Carrascal
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